Nerea Arregi (Hordago – El Salto)
El impacto causado por el número de visitantes en entornos naturales de especial fragilidad es uno de los daños más evidentes y más directos entre los que causa el turismo en el medio ambiente. En el País Vasco, San Juan de Gaztelugatxe, el Flysch de Zumaia o la Isla de Santa Clara pueden correr serio peligro a no ser que se establezcan las medidas de protección necesarias para su conservación.
La lucha contra el cambio climático (emergencia climática ya), debido a su carácter global y urgente está en la agenda de la mayoría de los movimientos sociales actuales, con diferentes enfoques y énfasis. El feminismo, el movimiento de solidaridad con las personas migrantes, la economía social y solidaria o los grupos que se oponen a la construcción de grandes infraestructuras reivindican la defensa del medio ambiente y la necesidad de transitar hacia modelos económicos y sociales más sostenibles. Desde el movimiento crítico con el turismo masivo y la turistización de las ciudades no somos ajenos a ello. Es por eso que este 27 de septiembre, fecha en la que coincide el Día Internacional del Turismo con la convocatoria de movilización global por la emergencia climática, queremos aprovechar para unir ambos temas.
El turismo masivo, la banalización del viajar y la fetichización de los territorios para convertirlos en “destinos” no son dinámicas sostenibles. La actividad turística engloba formas de hacer que son indiscutiblemente nocivas para el entorno natural. Actualmente, se estima que el 8% de las emisiones globales de CO2 se deben a la actividad turística. El 12% de esa parte se debe al tráfico aéreo. Así, el mantenimiento de las o las compras de turistas constituyen también importantes contribuciones al calentamiento global. Además, según el estudio realizado por la Universidad de Sídney en el que se basan estos datos, si se mantienen las tendencias actuales, dichas emisiones podrían llegar a aumentar un 40% de aquí a 2025.
La evidencia cada vez mayor de los impactos negativos que el turismo está generando en el medio ambiente, en las economías que monopoliza y en las sociedades a las que afecta ha llevado al sector y sus lobbies a generalizar el uso del concepto “turismo sostenible”. Ya ha sido introducido en todos los planes de turismo desde las Naciones Unidas a las municipales, pasando por los planes europeos, estatales, autonómicos y provinciales. Sin embargo, detrás de esas sugerentes palabras se esconde la lógica del crecimiento económico ilimitado y el beneficio a corto plazo, que siguen haciendo y deshaciendo a su antojo en gran parte del planeta.
El impacto causado por el número de visitantes en entornos naturales de especial fragilidad es uno de los daños más evidentes y más directos entre los que causa el turismo en el medio ambiente. Las polémicas de estos últimos meses sobre el monte Everest o Machu Picchu son reveladoras. Pero en nuestra propia tierra, San Juan de Gaztelugatxe, el Flysch de Zumaia o la Isla de Santa Clara pueden correr serio peligro a no ser que se establezcan las medidas de protección necesarias para su conservación y se regule para limitar la afluencia de visitantes. Aunque es un debate que suscita preocupación en la sociedad civil, asistimos a la continuada promoción de estos lugares como atractivo turístico y a una falta de voluntad o incapacidad absoluta de poner los intereses colectivos por encima de potenciales negocios privados.
Asimismo, asistimos atónitas al hecho de que, ante la evidencia cada vez mayor de los daños ecológicos y sociales que provocan los cruceros, las distintas instituciones forales y autonómicas vascas traten de atraer este tipo de embarcaciones a nuestros puertos. Los cruceros son el símbolo que diferencia a los casos más graves de turistización de las ciudades del sur de Europa. Venecia, Barcelona, Lisboa o Mallorca son sólo algunos ejemplos de ello.
Estas ciudades flotantes suponen una de las formas de turismo extractivo más evidente que existen: se llevan lo mejor de las ciudades que visitan dejando atrás residuos de toda índole. Y es que, un crucero emite 244 kg de CO2 a la atmósfera por cada pasajero que transporta. Sin embargo, cada vez que llega un crucero más grande que el anterior al puerto de Bilbao las instituciones y los medios de comunicación oficiales lo celebran. En Gipuzkoa, pese a que también hay algún irresponsable público intentando traérnoslos, la madre naturaleza se protegió a sí misma y a todas las pasaitarras con un estrecho y poco hondo fiordo natural que pone límite a la ilimitada ambición.
El punto clave en el que se unen turismo y emergencia climática es, sin lugar a dudas, la “hipermovilidad”. La hipermovilidad es un concepto que ha estado entre las ideas-fuerza que han impulsado el proyecto de la globalización o mundialización y es, sin duda, la punta de lanza de su vector cultural. Trasladarnos de un lugar a otro situado a cientos o miles de kilómetros por placer, es una práctica, no sólo habitual, sino también valorizada, en la sociedad en la que vivimos.
Cada vez lo es más hacerlo todos los años o varias veces al año. El motivo del 77% de los vuelos que se realizan en todo el mundo es hacer turismo. Volar, tomar aviones, se ha convertido en una actividad al alcance de mucha más gente de lo que era antaño. Lejos de considerarlo como la mayor victoria de la clase obrera en el siglo XXI, deberíamos de echarle una mirada con las gafas verdes puestas al tema. Porque hay alternativa; debe de haberla si hay alguna esperanza a la que agarrarse. Pero para eso, antes tenemos que dejar de mirar hacia otro lado.
La toma de conciencia, la autocrítica, la transformación personal, el compromiso, el debate colectivo, la organización, la reivindicación y la interpelación son prácticas y herramientas necesarias en cualquier lucha social que pretenda llegar a buen puerto. Ya sea el feminismo, la revitalización del euskera, la economía social o la solidaridad internacionalista, avanzan cuando consiguen unir una cadena desde el interior de cada persona hasta las actuaciones globales estructurales que plantean.
Así, es preciso tomar conciencia sobre la finitud de los recursos naturales de nuestro planeta y emprender acciones para evitar los daños que nuestro modo de vida actual causa en el hábitat de la humanidad. Reflexionar sobre la parte de responsabilidad que hay en las decisiones que cada una de nosotras tomamos en nuestro día a día y tratar de cambiar y mejorar aquello que esté en nuestras manos.
Renunciar a los privilegios que ostentamos, por tener su origen en la injusticia y dibujar, además, un futuro imposible. Levantar la alfombra y soplar el polvo. Sacar el tema, discutir, convencer, con otras y otros, con personas diferentes e iguales a nosotras. Acordar caminos y articular estrategias comunes en busca de soluciones. También repartir tareas, ayudarse, apoyarse y trabajar en equipo. Alzar la voz, provocar, romper las inercias. Pedir responsabilidades, denunciar complicidades, exigir soluciones a quienes las pueden conseguir.
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